Plasencia, con sus dos catedrales, es la puerta al Valle del Jerte, el secreto mejor guardado al sur de la meseta, en la frontera norte de Cáceres, junto a otras tierras colindantes a reivindicar como la Vera, Granadilla, las Hurdes y Gata, paisajes agrestes mojados por ríos y piscinas naturales. El viejo puerto de Béjar, en la provincia de Salamanca, marca una divisoria que separa dos enclaves muy distintos: al sur, un mundo añejo y olvidado, a la vez primitivo y evocador, la tierra de mi madre. Allí surgió Extremoduro. Tras una juventud convulsa y algún proyecto musical truncado, Roberto Iniesta quiso arrimarse a los mejores, y en Plasencia los mejores tenían nombre propio: el guitarrista Gonzalo Muñoz (Salo) y el baterista Luis Von Fanta, ambos rockeros de la vieja escuela. Como líder natural, Roberto era un tipo listo, uno de esos galgos corredores que nunca paran quietos y que muestran, para bien y para mal, una inquebrantable fe en sí mismos. Sin ese ego contumaz, aquel proyecto
Esto va de música, más o menos